miércoles, 16 de febrero de 2011

Columna “performance” de Perú



Dado que el programa se encuentra bajo un marco de problemáticas latinoamericanas, se nos ocurrió hacer una cruzada entre los movimientos sociales y las expresiones artísticas con carga social que son utilizadas a modo de lucha simbólica en contra de ciertas problemáticas sociales. En esta oportunidad queremos abordar un caso que fue emblemático en Perú durante la dictadura de Fujimori.

Un grupo de artistas del Perú concretó una idea realmente innovadora: impulsaron la lucha contra la dictadura impregnada de una atmósfera cultural capaz de articular poderosos símbolos que estuvieran destinados a transformar el imaginario oficial del régimen. Se trataba, entonces, de comenzar a derrocar a la dictadura desde los símbolos y el arte. En un inicio este grupo de resistencia se planteó como una especie de “coordinadora” de colectivos políticos y consiguió articular a un importante grupo de ciudadanos que asumían, cada vez con mayor vehemencia, la lucha contra la dictadura como una necesidad impostergable.

Por ejemplo, la noche del 9 abril de 2000, es decir, luego del gran fraude de la tercera reelección de Fujimori, el grupo de artistas decidió enfrentarse al presidente utilizando símbolos culturales. Las ideas de fondo fueron tres, y consistieron en desacreditar tal escrutinio electoral, presionar para la realización de nuevas elecciones y convocar a un gran movimiento de desobediencia civil. El plan consistió en armar velas, lazos negros, crucifijos e inclusive un féretro de por medio, a partir de lo cual un grupo de gente proveniente de las artes plásticas, entre los que se encontraban pintores y críticos como Susana Torres, Gustavo Buntinx, Emilio Santiestevan y Claudia Coca, entre otros, realizaron el entierro político de la Oficina Nacional de Procesos Electorales, en una solemne ceremonia en la que frente al Palacio de Justicia se daba por muerto al régimen de Fujimori y se desautorizaba públicamente a cualquiera de sus futuras acciones. Esta primera performance marcó el surgimiento del Colectivo Sociedad Civil, que con el pasar de los meses comenzaría a tener un impacto político realmente inusitado.

Sabemos que el surgimiento de los movimientos sociales implica una insuficiencia de las identidades existentes y de los marcos institucionales encargados de nombrarlas. Sabemos también que todo movimiento es una forma de acción colectiva que tiene entre sus objetivos construir nuevas identidades enmarcadas en diferenciados sentidos de la vida comunal. No se trata solamente “encabezar una revuelta” sino, sobre todo, de comenzar a producir un sentido alternativo de la acción.

Las tres performances más conocidas (a modo de happenings o acciones político-culturales, como se hacía en Buenos Aires en el Di Tella) fueron:

“Lava la Bandera”

Lava la Bandera fue una performance que se llevó a cabo con el objetivo de producir una imagen emocional que pudiera remover la conciencia colectiva a partir del cuestionamiento de una de las más estables bases simbólicas de la nación: la bandera peruana. Como un ritual participativo de limpieza de la patria. Sus creadores decidieron nada menos que “lavar” la bandera peruana para poner en escena toda la corrupción a la que el régimen de Alberto Fujimori los había conducido. Se trataba de construir un símbolo de protesta que al mismo tiempo contuviera un sentido emancipador y ciertamente propositivo: una especie de vuelta a la vida a partir de un nuevo bautismo ciudadano. En efecto, en aquellos momentos para los peruanos la patria estaba más sucia que nunca. Durante la última década la habían ensuciado aún más Fujimori y Montesinos y, por tanto, era necesario lavarla, con jabón y batea, en uno de los espacios más claramente representativos de la vida social en el Perú: la plaza mayor de la ciudad de Lima.

Desde el mediodía hasta las tres de la tarde, todos los viernes del año, muchos ciudadanos comenzaron a acudir a tal lugar, pues ahí, en medio de bateas rojas, agua limpia y “jabón Bolívar” se procedía públicamente al lavado de la bandera peruana en un ambiente que combinaba la fiesta con la protesta popular.

A partir de elementos muy comunes y de prácticas habituales, esta performance puso de manifiesto las conexiones entre la vida cotidiana y la política, y demostró que la construcción de un nuevo sujeto, un sujeto ciudadano diferente, bien puede ser el resultado de una interpelación simbólica (“lavar la bandera propia con jabón Bolívar”).

“Pon la Basura en la Basura”

Bajo el lema “pon la basura en la basura”, la idea consistió en el reparto de más de 300 mil bolsas de basuras con las fotos impresas de Fujimori y Montesinos vestidos con el conocido traje a rayas de presidiario común. Tal vestimenta era simbólicamente muy importante porque articuló dos significados hasta entonces socialmente desvinculados: terrorismo y corrupción. En efecto, a partir del recuerdo de las presentaciones de los terroristas capturados durante los primeros años del régimen, el objetivo de esta performance consistía que la gente asociara que los males del terrorismo realmente podían compararse con la corrupción y que si unos ya estaban en la cárcel a los otros debía esperarles el mismo destino.

Producida a la manera de lo que en la tradición latinoamericana se ha llamado “escrache”, “pon la basura en la basura” consistió, como su nombre indica, en embasurar tanto las instituciones más emblemáticas del régimen, como las casas más conocidas de los políticos fujimoristas a modo de acto de protesta e indignación. Hay que subrayar que las bolsas no llevaban basura adentro, y solamente estaban llenas de papel periódico, y a veces de aire.

Si “Lava la bandera” significó la apropiación del espacio público entendido como el lado más visible de la corrupción social, este apuntó hacia la esfera privada como otro lugar donde la mafia también había anclado sus redes y ensayaba muchas de sus estrategias.

“El muro de la vergüenza”

El primer “Muro de la vergüenza” se instaló en Lima, en Plaza Francia, en julio de 2000, y consistió en una tela de más de 15 mil metros de largo que llevaba pegadas las fotografías de los personajes más conocidos de la dictadura fujimorista. El objetivo consistía en provocar una determinada reacción política que debía manifestarse a través de la escritura. Si el lenguaje es una práctica social destinada a establecer, en parte, nuestra noción de la realidad, por aquellos días “El muro de la vergüenza” se constituyó como una intervención simbólica que quería fijar un significado real, el rechazo a la corrupción, y proponer una sanción moral a los implicados.

En efecto, el muro transformó el espacio público en un lugar interpelativo y lo politizó pedagógimante. Mediante la escritura, se convocó a la gente a expresar sus opiniones y exhibirlas en un lugar abierto y sin restricciones. Se trató de la construcción de un gran signo de repudio hacia la clase dirigente, a la vez que se resignificó una herramienta habitual, la escritura.

Si históricamente la escritura estuvo asociada al poder, a la exclusión política y al control social, esta performance neutralizó la tradición cultural y comenzó a atribuirle un nuevo valor, el de la subalternidad.

Para profundizar más en el tema pueden consultar el artículo de Victor Vich Desobediencia simbólica. Performance, participación y política al final de la dictadura fujimorista, del libro Fronteras globales. Cultura, política y medios de comunicación.

Alejandra Santoro y Romano Estefanía (Onda Latina)

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